La elegida

Nuestros nombres eran los meses del año y solo uno de nosotros se alzaría con la victoria. Doce meses de convivencia, con una eliminación mensual, que desembocaría en una final, una gran final en la que se dirimiría qué mes del año merece un hueco en la gloriosa onomástica del género humano. 

El primer mes de competición, que fue enero para no descuadrar en demasía todo este asunto, curiosamente borró de la lista a su homónimo, según se supo después debido a la cuesta que recibe su nombre y que tan complicado hace el simple y mero hecho de sobrevivir a todo hijo de vecino.

En febrero, en cambio, fue Octubre el descalificado, sobre todo por el conflicto que mantuvo con Septiembre, que no cayó nada bien entre la multitudinaria audiencia, jueza plenipotenciaria del concurso.

Así, fueron cayendo eliminados los meses del año en cascada. Escrupulosamente uno cada mes. En marzo lo hizo Diciembre, por lo de las navidades, de tan difícil digestión. En abril, fue Mayo el que dejó de dar el callo. Y en mayo, valga la redundancia, Noviembre le indicó el camino a Septiembre, que le siguió a pie juntillas en junio.

En pleno verano, julio hizo lo propio con Junio, mientras que agosto, mes inhábil en la práctica totalidad de las administraciones del país, también gozó de tal condición en lo que al concurso se refiere, que pausó su escabechina dos quincenas sucesivas. Por tanto, a falta de cuatro meses para contar con un ganador, solo quedábamos cinco candidatos: Febrero, Marzo, Abril, Julio y Agosto.

Con la llegada de septiembre, los tambores de guerra empezaron a resonar con más fuerza y Marzo, presa de una trampa mediática pergeñada por Julio y Agosto, acabó en la lona. Otro menos.

Pero lo que no sabía Agosto es que Julio, ya en octubre, le iba a dar una puñalada letal por la espalda, sin dejarle capacidad de reacción alguna, al desvelar las malas artes de su compañero de estación en la entrega anterior. Y claro, la audiencia dictó sentencia en contra del octavo de los doce.

Restaban dos meses, éramos tres y yo me sentía en la finalísima. Más que nada porque Julio caería por su propio peso pues, como compañero de fechorías de Agosto, no nos resultaría difícil evidenciar ante el público la mala fe que había comandado su conducta a lo largo de todas las eliminatorias. Y así fue. Llegó diciembre y solo quedábamos Febrero y yo.

Lejos de lo que otros programas de la parrilla reflejan, en nuestra final reinó la paz. A lo largo del último mes del año, la convivencia fue magnífica entre nosotros, dominada por los constantes recuerdos de detalles, desde los más nimios a los más cruciales, de lo que había sido un año, sin duda, distinto. Febrero me mostró su mejor cara y llegué a dudar incluso si se trataba de una simple táctica para ablandar a la audiencia y hacerse con el triunfo. Porque no hay que obviar que en aquella casa habíamos vivido muchos momentos de amor, y de mucho y buen humor, pero también de odio y de venganzas. Las jugarretas y zancadillas llegaron a dominar los pasillos por semanas. Sin embargo, sinceramente creo que supimos sobreponernos y demostrar que, si les dejas, quienes reproducen esos modelos acaban por devorarse entre ellos, dejando el terreno libre para desarrollar las virtudes que llevamos dentro quienes creemos que es posible hacerlo de otra manera, aunque a veces no salga bien del todo.

Por eso, estaba convencida de que Febrero era bueno, de verdad, sin pliegues ni máscaras de ningún tipo. Y la noche del último veredicto me dio la razón. Cuando la conductora del concurso ratificó que Abril, yo misma, era la ganadora, Febrero se levantó de su asiento enfervorecido y me comió a besos y abrazos. No podía parar de decir que me lo merecía, y me halagó hasta el rubor cuando aseveró ante las cámaras que era la mejor: buena, inteligente, generosa, sincera, cariñosa y honrada.

Las luces de las cámaras se apagaron una vez terminada la gala. La despedida de Febrero fue muy difícil, pero el orgullo que me produjeron sus palabras solo fue superado por saber que mi nombre, Abril, pasaría a formar parte del distinguido repertorio que los humanos manejan a la hora de poner nombre a sus retoños.

Me costó, tengo que reconocerlo, pero definitivamente asumí que la victoria había sido para mí, para Abril. Victoria Abril. Me gusta.

AUTOR: FRAN LEAL

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