La poetisa

Aquel hombre no me amaba porque yo estaba hecha de poesía y él odiaba a los poetas “bobos y soñadores”. Yo me enamoré de él porque por aquel entonces empezaba a escribir -a su espalda- textos en prosa. Había descubierto el uso de las palabras más allá de los versos y las rimas. Y con él se me abría un mundo de palabras exóticas: excursiones, submarinismo, viajes; palabras todas ellas llenas de poesía si se sabe dónde buscarla, pero acompañadas de otras más duras y afiladas: sexo duro, sadismo, masoquismo, pornografía, aparatología maquiavélica... Palabras nuevas para mí. Primero me las presentó envueltas en un perfume exótico, como el de la piel de la vainilla. Él, mi amor, me argumentaba que la vida ya es lo suficientemente aburrida, llena de palabras vulgares como paseos, cine, gastronomía, estudios y las defendía con que nos teníamos que rodear de palabras más divertidas e incluso atrevidas como felaciones, lluvia dorada y todas las de la gran familia escatológica.

Yo, la pequeña enamorada de las palabras, hacía diez años que escribía poemillas de amores adolescentes y me dejé seducir por el cambio.

— ¡Eso! ¡Le pondré los cuernos a la poesía con la prosa!

Creía que había llegado el momento de escribir relatos y mi amor, con sus palabras escarlatas y negras, sería una fuente inagotable de recursos literarios.

Autora: Libélula

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